Hilvanar la vida: 22 mujeres y un taller que las une para crear
En la Escuela Básica para Adultos 36 de Cipolletti funciona un taller de corte y confección que se convirtió en un espacio de encuentro.
Antes de que existieran las palabras, los humanos ya cosían. Hace más de 25.000 años, las primeras agujas fueron hechas con huesos y los tendones se usaban como hilo. Aquellos gestos primitivos no solo unían pieles para abrigarse: unían vidas. Desde entonces, coser fue una forma de mantener al mundo unido, una manera de reparar lo que se rompía.
En la mitología griega, las Moiras hilaban el destino de los hombres; en la Biblia, Adán y Eva cosieron hojas de higuera para cubrirse: el primer gesto de pudor y de humanidad. En las comunidades originarias, coser y tejer sigue siendo una práctica espiritual, una forma de recordar a las antepasadas.
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Coser para sanar
En psicología se dice que los brazos y las manos hay que ejercitarlas y reforzarlas ya que son lo que tenemos para dar y para recibir. Que el trabajo manual permite sanar lo que la mente no puede decir. Coser, en ese sentido, es un acto de reparación profunda: une no solo telas, sino pedazos de historia, de cuerpo, de memoria. Tal vez por eso, cada vez que un grupo de personas se reúne alrededor de una aguja y un hilo, algo más grande sucede: se entrelazan los aprendizajes, las risas y las heridas.
El taller como espacio de encuentro
En Cipolletti, dentro de la Escuela 305, funciona la Educación Básica para Adultos. En el turno vespertino, a las 18 empiezan a llegar y llenan el aula de telas, reglas, tizas y máquinas de coser. Allí, 23 personas —22 mujeres y un hombre— aprenden corte, confección. La mayoría viene de distintos puntos de la ciudad: Ferri, La Paz, Villarino, 2 de Febrero, y otros de ciudades vecinas, como Fernández Oro.
Lo que para muchos puede parecer un simple curso, para ellas y él es una forma de volver a empezar. Hay jubiladas que quieren coser para sus nietos, madres que buscan una salida laboral, amigas que se conocen desde la primaria y hoy vuelven a compartir aula, artesanas, madres que han perdido a sus hijos, hermanas, etc. Hay risas, canciones, merienda compartida que el portero de la escuela prepara y también historias duras que se sostienen con aguja e hilo.
La profesora Mercedes las acompaña con paciencia. Dice que cada prenda terminada es un logro, pero también una historia. Que muchas llegan con la timidez de quien no se siente capaz, y se van con la alegría de haber creado algo propio.
Hilar la vida y compartir experiencias
“Lo más importante para mí del taller de Corte y Confección es ver el entusiasmo que hay en cada una y las ganas de aprender cada día más”, cuenta Mercedes. “Es un grupo hermoso, con mujeres jóvenes y mayores, de 35 a 60 años. Más allá de venir a estudiar, comparten y aprenden un montón. Día a día se superan, quieren saber más. Es un taller de un año, igual que los otros que tenemos en la institución: inglés, cocina, computación. Todas rinden exámenes, presentan carpetas y se les entrega un boletín y un certificado provincial”.
Mercedes explica que el taller tiene salida laboral: “Algunas lo hacen para coserle ropa a sus nietos o para ellas mismas, pero otras ya están trabajando. Algunas venden en el trueque, otras cosen para afuera. Lo que más me emociona es verlas crecer, aprender, confiar en sí mismas”.
Cada mesa tiene su propio mundo: una tela que se transforma en vestido, un molde que se convierte en sueño. Algunas alumnas guardan sus trabajos en carpetas prolijas, otras bordan frases o nombres. En ese pequeño universo de colores y texturas, el aprendizaje tiene ritmo de charla, mate y puntada: “vine para hacerme mi ropa de diseño, no sabia nada, pero aprendo un montón”, “somos amigas de toda la vida, una a otra entre risas, se bromean que nunca agarro una aguja en su vida”.
El hombre del taller de costura
El único hombre del grupo, Ariel, rodeado de mujeres que lo adoptaron como uno más, sonríe cuando habla del taller. “Me siento bien, bien cómodo”, dice. Nunca había cosido, pero se acercó por curiosidad y terminó encontrando una nueva pasión. “Lo estoy haciendo como un microemprendimiento. La profe me enseñó a hacer moldes, a cortar, a confeccionar”.
Su oficio es otro, trabaja en electricidad. “Nada que ver —se ríe—, es como el positivo y el negativo. Pero esto me relaja, es mi cable a tierra, un cable a tierra muy fuerte”. Con el tiempo, aprendió más de lo que imaginaba. “Yo cuando arranqué no sabía nada. Tenía una máquina simple y empecé a coser. De hacer una costura recta pasé a coser boxers, pantalones, calzas, equipos deportivos. Y no es en vano: ahora tengo una herramienta para trabajar, para hacer mi microemprendimiento o ayudar a mi familia”.
Comparte con su esposa el espacio, tiene dos hijos, y dice que el taller le dio algo más que una habilidad: le devolvió la paciencia, el gusto por aprender, la sensación de estar creando con sus propias manos.
Antonia: un taller, un sueño y una máquina que cambiaría su vida
Entre todas las historias, hay una que late más fuerte: la de Antonia. Tiene 64 años, cuatro hijos entre ellos, una hija con problemas de salud. Trabaja limpiando casas, y a pesar del cansancio llega siempre puntual, con su pañuelo de colores en la cabeza y preparada para otro día de cursada.
Vive en Cipolletti, en el barrio Santo Domingo, pero nació en Chile; sus padres la trajeron de pequeña. Crio a sus cuatro hijos sola, trabajando siempre, primero en el galpón y después en casas de familia, limpiando y cuidando hogares ajenos. Actualmente sigue trabajando en casas de familia por hora, y además percibe la jubilación mínima. Su vida no fue fácil, pero dice que solo Dios le da la fuerza para seguir adelante.
“Siempre quise aprender costura, pero hacía todo a mano. Arreglaba la ropa de mis hijos y mis nietos, pero no podía hacerla porque no tenía máquina”, cuenta Antonia. Hoy viene al taller de Corte y Confección no solo para aprender, sino también para distraerse, divertirse y olvidarse un rato de las preocupaciones de casa. “Me gusta porque son compañeras lindas, algunas medias mañosas, pero no todas somos perfectas. Me voy a costura y me divierto un poco, si no me quedo encerrada y no hago nada, aparte de limpiar casas”, dice.
“Acá aprendo a coser, a armar la máquina, a hacer moldes. Es algo que me ayuda, me relaja y me da herramientas para seguir haciendo cosas”, explica.
Cada puntada que da Antonia es también un acto de resistencia y de amor: un hilo que une pasado y presente, aprendizaje y memoria, cuidado propio y de los demás. Hoy, Antonia estaría necesitando una máquina de coser para su vida, porque podría convertir lo que aprende en el taller en un oficio y en un ingreso económico que nuevas posibilidades.
Sus compañeras la ayudan, le enseñan, la alientan. A veces comparten materiales, otras ideas. Todas saben que el deseo de Antonia —conseguir su propia máquina de coser— se volvió también el deseo del grupo entero. En cada puntada, Antonia cose algo más que una prenda: cose futuro, abrigo y dignidad.
Las alumnas del taller
Coser une. Une telas, historias, generaciones. Une a Antonia con sus compañeras, une a la Escuela 305 con el barrio. En ese gesto de pasar el hilo una y otra vez, se teje algo más grande: la certeza de que todavía se puede construir, incluso con los retazos. Porque en ese aula donde asisten: Cristina, Roxana, Mónica, Daiana, Mirta, Graciela, Dina, Ximena, Carmen, Cristina, Gladys, Cecilia, Silvana, Antonia, Ariel, Estela, Juana, Marcela, Rosa, Aurora María de los Ángeles y Eliana eligen dar cada puntada en una tela donde se cose historias llenas de dignidad y esperanzas.
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