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El último rastro de La Taba, un histórico stud cipoleño

A principios de los 70 don Lalo Pradena montó su caballeriza en el barrio Del Trabajo que fue un punto de encuentro de burreros que ya no están.

La rustica construcción de bloques descascarados que asoma a centímetros del cordón de la vereda se destaca en el paisaje barrial. Revela que es de otro tiempo y que quedó extraviada en el ordenamiento urbano. Es un recinto rectangular, con techo de chapa sostenido por troncos y una puerta de madera dividida exáctamente al medio, ornamentada con una herradura clavada en las tablas. Son detalles que revelan que es un box, donde alguna vez albergaron caballos de carrera.

Así en soledad no dice mucho, pero ese dormitorio equino fue parte de un establecimiento algo más amplio, que acuñó una trayectoria reconocida en el ámbito turfístico regional: el stud La Taba.

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El terreno pertenece a la familia Linares, pionera de la zona, y se encuentra sobre la calle Ceferino Namuncurá entre Juan José Castelli y Santa Cruz, a una cuadra de la plaza del barrio Del Trabajo. Aún conservan una buena parte en estado natural, como gesto de resistencia al tiempo.

Don Nicanor Linares se instaló allí promediando la década del 40 del siglo pasado, cuando todo era chacras, acequias y descampados salitrosos. Gestó una familia numerosa en su pedazo de tierra, donde durante años crió animales de granja y cultivó verduras, que después cargaba en su carro tirado por caballos y salía a vender por calles de Cipolletti y de Neuquén.

En ese entonces Namuncurá llegaba hasta Castelli. En una parte chocaba contra la parcela de Linares y otra con el enorme depósito de una chacarita que estaba resguardado por un cerco de chapas que en días de viento sonaba como el ensayo de un baterista de rock, mientras que los fierros viejos lanzaban aullidos de coro fantasmal. Actualmente la Escuela 293 ocupa una porción de lo que fue la chatarrería.

El comienzo

El stud La Taba -por la pieza del tradicional juego de destreza y apuestas que se fabrica con un hueso de las patas generalmente de vacunos y se lanza como dados- lo montó a principio de los 70 Gerardo Lalo Pradena y un socio apodado El Ruso, oriundo de la localidad bonaerense de Coronel Pringles, que con los años volvió a aquellos pagos.

A cambio de una accesible remuneración, habían hecho un acuerdo de palabra con Don Linares para ocupar una porción del solar, como se hacía antes, sin necesidad de firmar documentos. Y funcionó durante décadas.

Al lado de ese primer box que permanece en pie habían levantado otra habitación de similares dimensiones en la parte que hoy es calle, destinada a almacenar el forraje, pasto y avena básicamente, y para matear los días de lluvia.

Stud La Taba 3.jpg

Con el tiempo resolvieron construir otro box algo más amplio que el de bloques para albergar al ejemplar principal, el parejero, y lo hicieron sobre la franja donde se extiende Namuncurá, contra el costado de la chacarita.

Fue una estructura algo más modesta, con el empleo de cantoneras forradas con paños de plástico negro, lo que revelaba una mano de obra artesanal y gauchesca, con un generoso esmero para lograr comodidad y seguridad del animal.

En la misma línea levantaron otros dos boxes más sencillos, donde pasaron distintos pensionistas, con un corral para el marchero, el caballo que se emplea para acompañar el entrenamiento del competidor.

Esa labor -el vareo- clave para aspirar al triunfo, la realizaban en una huella que se abría algo más al este de Ingeniero Pagano, que terminaba en la Circunvalación.

Pradena luchaba por mantenerla lo más liviana posible y cada tanto conseguía que una mano gaucha le pasara una rastra para romper la superficie hasta dejarla granulosa, para mininizar la posibilidad de lesiones en las patas de los caballos.

Con la contrucción de los primeros planes de viviendas en el área la calle comenzó a ser transitada por vehículos con mayor frecuencia, lo que se fue convirtiendo un problema para el cuidador. También complicaba una cancha de fútbol que instalaron, donde se jugaba con habitualidad. Es que algunos futbolistas azuzaban con gritos y silbidos a los animales para hacerlos encabritabar y poner de mal humor al jinete.

Recuerdos del tío

Luis Pradena, ex concejal radical y sobrino de Lalo, recuerda que tenía unos diez años cuando se montó el stud y que pasó allí los mejores momentos de su infancia.

“Fueron lindos tiempos. No faltaba un día. Todo todos los días aparecía a tomar unos mates y charlar un poco de carreras. Tampoco faltaban los asados. Era todo muy familiar”, evoca con un dejo de nostalgia.

Entre los ejemplar que cuidaron menciona al Manicero, un alazán que dio algunas satisfacciones. Luego pasaron Jugetón, Señorita Lisa, el tordillo Toque Cruz, El Gaita y una potranca zaina que llegó poco más alta que un perro Gran Danes. La tropa la completaba Picazo, el vareador o marchero, con el que entrenaba al competidor. Zaino y grandote, también se supo entreverar en desafíos reservados para los ejemplares que cumplían esa función.

“La pasabamos muy bien. Era gente de antes, con otros valores”, afirma y encadena espontáneamente anécdotas jocosas protagonizada por alguno de los integrantes de la barra en determinada reunión hípica, porque la vida sucedía para ellos en ese ambiente.

Pradena era fiel seguidor del tío Lalo. Donde corría un caballo a su cuidado, ahí estaba él. Pero cuando falleció en 1992 ya no le dieron ganas de ir a las carreras.

“Ya no era lo mismo. Me faltaba algo”, lamentó. Ese desencanto también le ocurrió con la militancia política.

Tardes memorables

Los caballos de competición eran amarrados a un grueso alambre instalado a modo de travesaño entre dos columnas para se recrearan al aire libre y permitir que les higienizaran el lecho del box, compuesto por viruta de madera.

Una vez que se cumplía esa tarea correspondía un momento de descanso, que tenía como sitio principal un tupido tamarisco que caía lloroso sobre el bins volcado hacia un lado. Sus ramas cortadas a machete formaban una bóveda que protegía del sol y hasta de alguna lluvia finita.

El interior del cajón, bien aseado y sin rastros de alimañas invasoras, servía de refugio para la garrafita en la que se calentaba el agua para el mate y, se acomodaba el resto de los artilugios necesarios para la cebadura.

De tan impecable, el piso regado, apisonado y barrido parecía una cancha de bochas.

Cuatro o cinco baldes de pintura boca abajo servían de bancos para el personal del stud y sus numeroso y particular gama de allegados.

Entre otros aparecían don Nuno, papá de Luis y hermano de Lalo; don Rebolledo, un carpintero de mucho prestigio; Aldo Martelli (el papá de Tato y Ariel), don Víctor Della Pítima (llegaba en su inseparable Bedford, y repetía el latiguillo “Así es la cosa dijo Barbosa”); el Flaco Lindor, siempre con un relato de apuestas frustradas; Zalazar, cuyo apodo señalaba la falta de uno de sus ojos y el Patón Guali, que durante años atendió un mítico kiosco en Brentana casi Alem.

Las charlas, como no podía ser de otra manera, giraban en torno a carreras, caballos, potrillos, jockey y cuidadores, y se enlazaban con mil y una anécdotas muchas veces agigantadas para que pudiera calzar un remate jocoso. Eran tardes memorables donde los jovencitos de entonces disfrutaban de la picardía candorosa -y no tanto- de una época que fue, pero que merece ser recordada como un capítulo de la historia cipoleña.

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