Los Rodríguez - Todero, colonos españoles e italianos en el Valle
Llegaron a comienzos del Siglo XX a Argentina y dejaron una huella productiva en la región.
A través de estos escritos rendimos homenaje a mujeres y hombres que poblaron estas desafiantes tierras de la Norpatagonia. Sus recuerdos, tesoros de cada hogar que visitamos, permanecen agazapados en cada charla con sus descendientes, en cada relato que nos brindan hijos y nietos orgullosos de pertenecer a su estirpe, y cobran vida en la remembranza de la tierra que dejaron y a la que nunca más regresaron. Esta es la magia de la historia oral, que conecta todas las historias de la Norpatagonia como una sola historia, y que sus descendientes se encargan de desentrañar.
Don Lucinio Rodríguez nació el 13 de febrero de 1887 en Mansilla de las Mulas, provincia de León, España. Un día de 1913 tomó la difícil decisión de dejar su familia y su aldea para venir a la Argentina.
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Obtuvo su primer empleo en la construcción del Dique Contraalmirante Cordero (hoy Ingeniero Ballester), obra que convocó mucha mano de obra inmigrante. Algún tiempo después, fue carrero en la Casa Fernández, Criado y García de General Roca, tienda de Ramos Generales; distribuía a domicilio los productos que allí se vendían.
Por aquellos años conoció a Manuela Turienzo, con la que formó su familia. Nacida en Quintanilla de Zomoza, también en la provincia española de León, Manuela también había tenido que dejar atrás su familia y cambiar las tertulias y los famosos mantecados de Astorga por el desierto patagónico. Se instalaron en la chacra de Agustín Fernández, ubicada en el límite entre Cervantes y Mainqué. Allí, todo estaba por hacerse: juntos emprendieron los cultivos propios del lugar, especialmente vid, papas y semilla de alfalfa. En esa chacra nacieron Pilar, Lucinio Vicente y Encarnación, sus hijos.
Recuerdos de Encarna
Encarnación Rodríguez, la hija menor del matrimonio, nos relató hace algún tiempo la historia de su ascendencia. Apenas comenzada la entrevista, nos contó que nació el 29 de febrero de un año bisiesto, pero el juez Lledo acertadamente la registró como nacida el 28 de febrero.
Encarna, como todos la conocían, se refirió a su padre con mucho cariño. Aun suenan en su memoria las alentadoras palabras con las que siempre terminaba las frases que le dirigía: “¡andá, bonita!”. Lo recordaba como “un hombre pequeño, ágil e inquieto y muy buen bailarín de jota”, quizá esa misma jota que ella aun lleva encendida en su alma con la idea de que “el que canta y baila, sus penas espanta”.
De su madre recuerda los sustanciosos pucheros y tortillas, sus tejidos y crochet y sus dichos bien castizos, tales como: “nunca dos riñen, si uno calla”; “por uno que vais, dos que vengáis”; “atájalas, que son bellotas”, “nadie las calza, que no las embarre”, “el que anda en las berzas, tarde o temprano cae en ellas”, y tantas otras que siguen vigentes.
Recordaba cómo confraternizaban italianos, españoles, rusos, polacos y turcos, entre otros, describiéndolos como si fueran personajes sacados de una leyenda.
Añoraba el cafecito de El Molino en General Roca, luego de ir a estudiar Corte y Confección; también echaba de menos, algo que hoy resultaría impensable, las fiestas de categoría y las romerías que se hacían en El Recreo con tanto lujo con los vestidos largos y los cuellos duros y también el chocolate espeso con masas finas.
Evocó la música de los bailes con muchos pasodobles de Mainqué, en cuyo fragor conoció a quien se convirtió en su esposo, Liliano Leopardo Todero.
Encarna se caracterizaba por ser la “gallina” de la familia, siempre atrayendo el entorno hacia ella, ya sea con su amor y comprensión o con sus enormes arrollados con mucho chocolate y dulce de leche, los riquísimos strudels de manzana o las sabrosas paellas a la valenciana.
Todos la reconocían como una mujer muy linda, valiente y decidida, que acompañó cada emprendimiento con la fuerza necesaria. Tanto haciendo ladrillos, conduciendo el tractor y demás trabajos de chacra, como participando en cuanta institución tuvo oportunidad (cooperadoras, peñas, clubes), especialmente en el club Hogar Rural auspiciados por INTA, donde tuvo una destacada actuación.
La llegada de los Todero
Doña Catalina Comuzzi llegó a Neuquén en 1924 junto a sus once hijos; su marido, don Máximo Todero, había fallecido durante la Primera Guerra Mundial.
Oriunda de Perteole, provincia de Udine, Italia, Catalina hizo contacto con un coterráneo que se había establecido en la región: don Ferruccio Versegnazzi, primer boticario del territorio neuquino. Y, como Ángel, su segundo hijo, se había casado recientemente, toda la familia decidió embarcarse rumbo a un nuevo destino. El puerto de Trieste los vio partir. El 9 de febrero de 1924 arribaron a Buenos Aires, y apenas tres días después a Neuquén. Al llegar, debieron caminar cuesta arriba tres cuadras por las arenosas calles alumbradas con candiles de aceite hasta la casa de Ferruccio y, de allí, en carro hasta su chacra situada en el actual barrio Jardín. Bajaron en la estación del tren y para llegar a Roca y Diagonal Alvear se hundían en los medanales.
Don Liliano Leopardo Todero nació en Neuquén en 1925, hijo de don Ángel Todero y Teresa Burg. Fue el primer argentino de un grupo de pioneros y agricultores, integrado mayormente por italianos.
Ahijado del boticario Versegnazzi, que cobijó a los recién llegados, su farmacia estaba ubicada en donde fue el Bar 32, Diagonal Alvear esquina Roca.
Liliano recuerda que sus padres y tíos habían llegado a un mundo totalmente distinto: regaban la tierra y al rato, en la superficie inundada, se instalaban enormes bandadas de patos.
Desde siempre, la familia se abocó a trabajar duro para obtener tierras propias, dado que al comienzo fue todo un peregrinar: primero se establecieron en la chacra de Dasso, luego en la de Enrique Carro en Colonia Confluencia y más tarde en la chacra de Moretti en Colonia Valentina, donde trabajaron viñas y frutales.
Cinco años después de llegar a Neuquén, Ángel y Teresa compraron 8 hectáreas en Colonia Valentina. Liliano vio cómo sus padres emparejaron el suelo con un caballo y un rastrón; trabajaron de día y de noche, cuando la luna llena alumbraba el campo; se desmontaba, se plantaba y a medida que crecían los frutales se armaban huertas para subsistir. Para que funcionara, todos debían trabajar: las mujeres salían a vender las verduras en sus carros mientras los varones intentaban ganar dinero con diversas actividades.
El papá de Liliano había conseguido trabajo descargando carbón que traía el ferrocarril, actividad que alternaba con la venta de helados que hacía su hermana; todo el pueblo pudo disfrutar de ellos. También tuvieron horno de ladrillos y tambo.
Colonia Valentina
Cuando los Todero se radicaron en Colonia Valentina solo había en la chacra una pieza de adobe con cocina y techo de chapa. Pero el sueño de Ángel era hacerse un chalet, sueño que concretaría veinte años más tarde, luego de levantar primero el galpón y fortalecer los aspectos laborables de la chacra.
Los amigos italianos, la “gringada”, llegaban los domingos; se hacía una fuente de tallarines mientras trabajaban: pegaban adobe tras adobe. Liliano también ayudaba: con sus cinco años era subido al caballo para que lo conduzca por el pisadero de barro. A la hora de la venta de ladrillos quedaba excluida una pequeña tanda, reservada para el chalet soñado por Ángel.
Los vecinos de Colonia Valentina eran españoles y por ello, los Todero, aprendieron enseguida la lengua castellana y se adaptaron de inmediato a las costumbres del lugar. Bombacha de gaucho, boina y pañuelo al cuello rápidamente se convirtieron en parte del atuendo cotidiano de la familia.
El tambo de los Todero
A los 16 años, Liliano trabajó en el tambo que su padre y sus tíos tenían en lo que actualmente es Rincón de Emilio. “Allí tampoco había nada. Así que la cosa era de desierto a desierto, atravesábamos todo el pueblo a caballo todos los días, ordeñábamos y repartíamos leche en el pueblo. Los clientes nos dejaban afuera de las casas el envase con la plata y nadie se robaba nada” recordaba don Liliano.
También rememoró que les llevaban la leche al guarda puente y al balsero. “El negocio duró cerca de 4 años. Hasta que la creciente del ‘45 arrasó con todo”: después de esos malos momentos, lograron salvar algunas vacas y volvieron a sus chacras.
Al igual que su padre, Liliano instaló un horno de ladrillos. Del suyo partieron ladrillos para la construcción del hospital Castro Rendón. Pero pronto debió partir a Zapala a cumplir con el Servicio Militar. Allí sus superiores descubrieron que tenía un don natural de mando y lo tentaron para que siguiera la carrera militar. No aceptó. Terminó el servicio y regresó a trabajar en la chacra.
Al poco tiempo de regresar, Liliano fue a visitar un amigo que vivía en Mainqué. Recorrió 70 kilómetros en bicicleta, desde Neuquén a aquel pueblo. Para esa noche estaba previsto un baile, un baile de aquellos famosos de los que recuerda Encarna. Y precisamente aquel baile tendría reservada una página definitiva en su vida: Liliano y ella se conocieron ahí. La historia cuenta que asistieron al baile usando apodos: ella Elsa (del trajecito verde) y él Jorge.
En resumen: Liliano recorrió una enorme distancia en bicicleta, volvió enamorado, al poco tiempo se casó con Encarna y se quedaron a vivir en Colonia Valentina.
Otras tierras
El espíritu inquieto de Liliano lo llevó, a comprar tierras en Campo Grande; allí les tocó volver a ser pioneros, otra vez a emparejar un monte virgen y plantar. Pusieron en condiciones 11 hectáreas mientras iba y venía de Colonia Valentina a Campo Grande, atendiendo las dos chacras. Luego de 20 años decidió vender la propiedad en Río Negro, a mediados de los ‘70. Les tocó vivir la última etapa como chacareros donde se construyeron los barrios cerrados La Zagala, La Peregrina y Don Liliano.
En 2007 dejaron la chacra y vivieron en Ciudad de Valdivia 980. En 2015 en su ex chacra se hicieron los emprendimientos antes mencionados La Peregrina, la Zagala y Don Liliano. En 2015 se le puso el nombre de Encarnación a una plaza en el predio de la ex chacra. Fallecieron con pocos días de diferencia: Liliano en 2016, el 19 de junio (Día del Padre), y Encarna el 17 de julio, día del aniversario 68 de bodas; pareciera que hubiera elegido el mismo que día que se unió al hombre que amó; sus restos descansan en la tumba familiar del solitario cementerio de Cervantes, unidos como estuvieron toda la vida.
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