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Chucky, el demonio, y la joven que dormía

Alex Velásquez Barrientos mató a puñaladas a Agostina Mazzina en el verano de 2009 en Fernández Oro. El joven estaba obsesionado con ella. Su captura fue de película y la pericia psicológica develó la oscura mente del asesino.

En el verano de 2009, la región quedó impactada por el femicidio de Agostina Mazzina, una joven de tan solo 17 años que fue asesinada de 27 puñaladas en su casa en Fernández Oro. El asesino, Alex “Chucky” Velásquez Barrientos, de 42 años y de origen chileno, estaba obsesionado con ella. Fue detenido a los pocos días tras una búsqueda vertiginosa y muy particular. Durante las pericias psicológicas, surgieron elementos demoníacos.

27 puñaladas

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Eran las 4 de la madrugada del 31 de enero de 2009 y en la casa de dos plantas de calle Pueyrredón 151 se escucharon pasos en el tejado, un golpe seco y unos pasos que se alejaban. Doris Fernández y su hija menor estaban durmiendo en la habitación de abajo. Mientras la mujer se asomaba por la ventana, la adolescente subió a la habitación de su hermana.

Agostina Yael Mazzina yacía en su cama toda ensangrentada y su rostro no se lograba ver.

Entre la desesperación y el shock, hubo un momento de lucidez que permitió dar aviso al hospital, que estaba justo cruzando la calle. Los médicos asistieron rápidamente a la joven, pero no lograban estabilizarla por la multiplicidad de heridas.

La sangre a borbotones abandonaba el cuerpo y no había forma de impedirlo.

El ritmo cardíaco se aceleró y luego comenzaron a descender las pulsaciones, por lo que la ambulancia partió derecho al hospital de Cipolletti.

Al ingresar a la guardia, la joven ya no tenía signos vitales. Tras limpiar cada una de las heridas, observaron su rostro apuñalado, cortes en los brazos y una herida vital en el pecho.

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Una huella y una mancha

El atroz homicidio ahora quedaba en manos de la Policía y la Justicia rionegrinas. El juez de instrucción Gustavo Herrera y su secretario Santiago Márquez Gauna acudieron a la escena del crimen, donde se ordenaron las pericias del caso.

Por esas horas, la madre y la hermana de Agostina estaban desgarradas, no podían aportar demasiada información. Nadie en el pueblo entendía el porqué de tanta saña.

Agostina era una chica estudiosa que había sido escolta y estaba próxima a arrancar su último año en el secundario. Tenía un futuro prometedor.

¿Quién se lo había arrebatado? ¿Por qué? Las preguntas les taladraban la cabeza no solo a la familia sino también a los investigadores.

El cadáver fue trasladado a General Roca, a la sede del Cuerpo Médico Forense, donde le practicaron la autopsia y se determinó que la joven murió producto de la última puñalada, que fue en pecho y le produjo un hemotórax.

Criminalística se encargó de las pericias en la casa y observaron que a la planta alta se podía acceder fácilmente desde la calle, ya que en el frente de la vivienda estaba el gabinete de gas pegado al pilar de la luz y luego seguía el techo de un agua que terminaba en las habitaciones superiores que tenían un ventiluz cada una.

En la habitación de la víctima se observó que el ventiluz no estaba, por lo que desandaron el posible camino de fuga del atacante.

“Uno de los peritos descubrió en la ventana del ventiluz que estaba apoyada sobre el tejado una huella de un pulgar derecho muy clara y fresca. Es decir, por ahí ingresó el autor y luego, en la huida, bajó por el tejado y se deslizó por el caño del pilar de la luz para descender. De hecho, al pie del pilar encontraron sangre que fue levantada con un hisopo”, recordó un pesquisa.

A media mañana, ya tenían una huella y material genético clave. Ahora, había que dar con el autor.

El primer sospechoso que tuvo la Policía rionegrina fue el hermano mayor de Agostina, que no vivía con ellas y que estaba vinculado al ambiente delictivo.

Si hay algo que caracteriza a la Policía de Río Negro es querer detener al primer sospechoso; esta dinámica se ha repetido en una infinidad de casos.

“Por suerte, en ese momento estaban Herrera y Gauna (ambos hoy son fiscales), que no permitieron la detención. Por lo que la Policía tuvo que seguir investigando”, reveló una fuente consultada.

De hecho, los funcionarios judiciales advirtieron que había un circo en el ingreso al casco urbano del pueblo y a 200 metros de la casa de la víctima.

Por este motivo, al dueño del circo se le pidió la nómina de todos los empleados, para tratar de saber si alguno ya se había ido, y luego se los identificó.

“Si el asesino era integrante de ese circo, lo podíamos llegar a perder. Tuvimos que identificar a enanos, payasos, la mujer barbuda y los equilibristas, a todos”, detalló la fuente.

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La pista divina

Acá comienza una parte importante de la trama investigativa, que nunca había trascendido porque es parte del detrás de escena que no se devela.

Dos días después del crimen, en una oficina de la Comisaría de Fernández Oro se habían instalado a trabajar el juez y el secretario en conjunto con el comisario.

La presión era mucha, pero no había que cometer errores y menos aún detener a un perejil, eso dinamitaría por completo la investigación y hasta podría favorecer la impunidad.

“No tenían nada. Solo una huella. Había un perito que estaba buscando el novio en un archivo desordenado”, reveló un informante del caso.

“El novio” es la expresión que se utiliza en la jerga policial para denominar la huella digital que se corresponde con la encontrada en el lugar del hecho. En este caso, tenían la que se levantó en el ventiluz, por lo que en el archivo buscaban si había alguna persona con la que coincidiera. Todavía en esa época, era una labor que se hacía a ojo y lupa.

Lo cierto es que los funcionarios estaban tratando de hilvanar el caso cuando llegó la mamá de la joven.

A Doris Fernández los investigadores le habían pedido que ante cualquier cosa que recordara se acercara a la comisaría. En verdad no era cualquier cosa, eran datos vinculados con su hija, algún novio o chico con el que se estuviera viendo, alguien que la acosara.

Doris repasó esa noche. Contó que se sentían seguras viviendo frente a la guardia del hospital porque solía haber gente y que esa noche escuchó ruido en tres momentos. Primero a las 2 de la madrugada, por lo que se levantó. Esperó unos minutos y volvió a escuchar el sonido de pasos, que se detuvieron y luego reanudaron la marcha, alejándose.

A las 4, volvió a sentir ruidos. Esta vez eran pasos en el tejado y el sonido de alguien que caía o saltaba. Ahí fue que encontraron a Agostina agonizando.

Esa secuencia de los ruidos luego permitiría establecer que el autor estuvo merodeando la casa.

La mujer siguió pensando y recordó al ayudante de plomero que había estado en su casa trabajando cerca de 20 días durante mayo y junio de 2008.

A ese joven, de 29 años, la mujer le convidaba mates y hasta lo invitó alguna vez a almorzar mientras realizaban el cambio de cañerías para instalar un calefón.

“Él la miraba mucho”, contó la mujer. Incluso recordó que halagó a la hija por su belleza e inteligencia.

El juez pidió el nombre, pero Doris no lo recordaba, aunque sí tenía fresco el del constructor que había contratado para el trabajo: José Calfupán.

Ese nombre y apellido se imprimió de inmediato en la memoria de los investigadores y también en una libretita que tenía Herrera.

En paralelo a esa situación, hubo disturbios en la vereda de la comisaría. Los gritos permitían escuchar con claridad “son unos ineptos”, “impunidad”, “acá cualquiera puede salir a matar y ustedes no hacen nada”.

Quien voceaba furibundo esas frases era un hombre. El secretario del juez se acercó a un policía para preguntarle quién era y este le confió que era un vecino muy molesto.

Herrera y Márquez Gauna, aprovechando que estaban ahí, resolvieron atenderlo. El hombre ingresó a una pequeña oficina. Estaba muy indignado. Ni siquiera reparó en modales ni saludos, comenzó a despacharse contra la Policía y la Justicia.

Una vez que se desahogó, el juez se presentó y le dijo su nombre, y preguntó al vecino por el suyo. “José Calfupán”, respondió para asombro del magistrado.

Herrera avanzó y consultó si era el Calfupán constructor que había hecho una obra de plomería en lo de Fernández, a lo que el hombre asintió.

Algo se había puesto en movimiento. “A ese tipo lo mandó Dios”, dijo una fuente que se estremeció ante semejante detalle.

La escena fue muy particular a partir de ese momento. El juez avanzó con preguntas sobre su ayudante y Calfupán, que ya se había tranquilizado, se inmutó y fijó la mirada en el escritorio

Hubo un silencio denso mientras el constructor absorto revisaba los archivos de su memoria hasta que en determinado momento levantó los ojos aterrorizados y dijo: “Sí, no paraba de mirarla”. Luego se puso blanco, literalmente.

A los funcionarios se les erizó la piel y un aire frío surcó por sus nucas. Como si se tratara de una coreografía, ambos sacudieron sus cuerpos levemente. Cruzaron miradas y sus sienes latieron con fuerza.

Ese atravesamiento duró milésimas, porque no podían perder ni un segundo. En 48 horas, era la primera pista firme que surgía, por lo que le pidieron a Calfupán que ahondara en detalles tales como el nombre y la dirección.

“Se llama Alex, me lo mandó mi hermano. No sé dónde vive”, confió el constructor, que supo que se había transformado en la clave para esclarecer el terrible femicidio.

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Todos al auto

Por ese entonces, lo mejor que podía pasar en una investigación criminal era estar con el juez, porque se abreviaban los tiempos en forma considerable.

En este caso, el juez y el secretario le pidieron al comisario personal para ir hasta la casa del hermano de Calfupán. Había que ubicar urgente a Alex.

La dependencia policial de Fernández Oro tenía muchas carencias, entre ellas poco personal y solo un móvil.

El juez puso a disposición el Fiat Siena gris del juzgado, con el que se manejaba, y partieron junto con el secretario, tres policías y Calfupán a la casa del hermano del constructor.

El hombre vivía en un barrio pegado al Puente 83. Golpearon y ahí el hermano de Calfupán les reveló que lo tenía trabajando como sereno en una obra que estaba en inmediaciones del cementerio de la localidad.

Todos volvieron a apretarse dentro del auto y, en plena medianoche, atravesaron toda la ciudad hasta el predio mencionado.

Al llegar, advirtieron que estaba lleno de perros y nadie se atrevía a trasponer el cerco, hasta que un policía corajudo se la jugó y encaró.

Los perros no lo atacaron, pero ladraron a rabiar mientras el efectivo avanzaba a paso lento al grito de “¡Policía!”.

La tensión se descomprimió cuando se vio que prendían una luz y un silbido seco sosegó a los animales.

“Cuando vio al juez, el secretario y todos los policías, el pobre hombre se pegó un asustó terrible. Contó que Alex hacía un par de días que no iba a trabajar por eso estaba él solo”, reveló la fuente, que afirmó que consiguieron una dirección en una zona de chacras que es donde vivía el presunto asesino por esas horas.

La historia se repitió. Volvieron todos a comprimirse dentro del Siena y salieron para la chacra, pero esta vez se sumaron dos móviles más con personal de apoyo.

La detención del sospechoso número uno parecía inminente y no necesitaban esperar una orden de allanamiento: estaba el juez.

Metros antes, apagaron las luces de los vehículos. Se hizo una logística previa para abordar la vivienda desde distintos lugares y se aclaró: “No disparen por ningún motivo porque vamos a estar cruzados”.

Lo cierto es que cuando se estaba por dar la orden de ingresar, se cayó en la cuenta de que la calle definía el límite, no solo visual sino jurisdiccional, entre Fernández Oro y Allen. La chacra estaba del otro lado de la calle, pero en Allen.

Los policías querían actuar, pero los funcionarios judiciales mantuvieron la calma y entendieron que si entraban y lo detenían, todo el procedimiento se derrumbaría como un castillo de naipes. Podría ser declarado nulo y la impunidad se impondría.

“A nada se estuvo de detenerlo esa madrugada”, reveló la fuente, que recordó que quedó un móvil con dos efectivos consignando el lugar.

Al otro día, los policías advirtieron que se habían quedado dormidos y Alex Velásquez Barrientos salió de la casa de sus padres con destino al trabajo.

Un grupo de policías de civil fueron hasta la panadería donde trabajaba, consultaron por él y cuando salió del local, procedieron a demorarlo. Luego, el fiscal de Allen se encargó del papelerío legal para que fuera remitido a Fernández Oro, donde comenzaría la reconstrucción del crimen.

Obsesión

En la ampliación de las testimoniales tomadas a la madre de la víctima y al empleador del joven detenido, surgieron mayores detalles que pusieron en escena la obsesión que tenía Barrientos con Agostina.

La madre de la joven recordó que un día, mientras Barrientos trabajaba y ella le convidaba unos mates, él le dijo que sus hijas “debían tener varios noviecitos, porque eran muy lindas e inteligentes”.

Sobre Agostina, puntualmente, afirmó: “Es muy bonita y tiene lindo cuerpo”.

Por su parte, Calfupán contó que, tras terminar los trabajos en la casa de Fernández, tomaron una obra en el hospital, justo enfrente.

Barrientos para ese entonces había cambiado hasta su forma de vestir. Se arreglaba para ir al trabajo.

“Mientras trabajábamos, me contó que le gustaba la hija de la señora Fernández, que estaba enamorado de ella, que era muy linda y que estaba loco por ella”, reveló su patrón.

Durante las horas de trabajo, preparaba material afuera del hospital y desde ahí se quedaba observando la casa de Agostina a la espera de que entrara o saliera.

“Un día, al ver que observaba a la joven, le dije que ella era muy chica para él, pero él no contestó, solo se reía”, confió Calfupán.

El empleador agregó un dato aún más inquietante. “El Gobierno no estaba pagando, por lo que un día Calfupán los reunió y les dijo a sus empleados: ‘muchachos, voy tener que dejar a algunos afuera hasta que se normalicen los pagos porque no puedo pagarles’. Barrientos se ofreció a trabajar gratis con tal de estar ahí mirando para la casa de Agostina”, confió una fuente del caso, dato que además figura en el expediente.

Pericias

Lo primero que se ordenó fue la extracción de sangre a Barrientos para hacer un análisis de ADN. Finalmente, se confirmó un 99,9% de compatibilidad con la evidencia biológica encontrada en el pilar de la casa de la víctima.

En paralelo, la fortuna quiso que, con el nombre y apellido del joven detenido, el perito que hacía el cotejo de la huella levantada en el ventiluz diera con un registro del Chucky, quien ya contaba con antecedentes.

A Velázquez Barrientos se lo imputó por homicidio agravado por haberse cometido con ensañamiento y alevosía, y quedó detenido con prisión preventiva.

Otra de las medidas certeras que se tomaron en la causa fue realizarle una pericia psicológica psiquiátrica.

Por la dinámica de lo ocurrido, la defensa oficial buscaba argumentar la inimputabilidad del presunto autor. Un ardid recurrente.

La familia de Agostina puso un abogado querellante y también una perito de parte que participó de la Junta Médica que examinó al Chucky.

De esta pericia nunca trascendieron los detalles, hasta ahora, por lo que nos sumergiremos en el oscuro laberinto que es la mente de Barrientos.

A la cita con los profesionales ingresó vestido en forma correcta y prolija, pero a poco andar quedaron a la vista sus intenciones.

“Desde el comienzo de la entrevista desplegó un estilo comunicacional teatralizado, queriendo atraer la atención del grupo de peritos, para ello intentó despertar el interés a través de sus dichos, mostrándose raro y extravagante en sus gustos, en su forma de ser. Se observa una conducta manipulatoria de simulación”, detalla la pericia.

En ese intento por querer tener la situación bajo control, describió cuadros psiquiátricos ciertamente diferentes, como el de un psicótico que escucha voces, con estados de amnesia de tipo epiléptico.

La noche del crimen

En el armado discursivo, el Chucky Barrientos avanzó sobre lo ocurrido la madrugada del 31 de enero, asegurando que no sabía ni entendía lo que le pasó, y aclaró: “Nadie nace para ser asesino”.

Contó que estando acostado en su cama comenzó a sentirse nervioso y enojado. Escuchaba voces que le decían: “No servís para nada. Naciste para matar. Suicidate”.

Luego dice que se encontró en la bicicleta, pedaleando y fumando en dirección a Fernández Oro.

Relató que dejó la bicicleta y se sentó en el gabinete del gas de la casa de la víctima, donde se puso a pensar. “No tenía control, estaba todo nublado, me faltaba el aire y estaba muy enojado”, referenció a los profesionales.

En determinado momento, dejó de ver el hospital y se descubrió en el tejado. Tocó un ventiluz que se salió solo. Escena siguiente, estaba dentro de la habitación de Agostina.

“Tenía el cuchillo en la mano, estaba como peleando”, dijo, y describió con gestos cómo fue el ataque.

Luego, aseguró que vio que estaba bajando por el pilar de la luz y en la bicicleta emprendió el regreso a su casa en Allen, donde unos metros antes de llegar descubrió que tenía cortes en las manos y, en la desesperación, comenzó a fumar nuevamente.

Aseguró que tenía la sensación de haber vivido una experiencia muy real. Se limpió, se quitó el pantalón ensangrentado – la ropa que utilizó esa noche posteriormente la quemó - y ahí las voces que primero lo agobiaban volvieron, pero para tranquilizarlo: “Relájate, te hace bien dormir”.

Toda una contradicción, según los especialistas, para quienes simuló y mezcló cuadros clínicos.

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Las influencias del mal

Durante la entrevista ante la Junta Médica, Velásquez Barrientos relató su historia de vida desde Puerto Mont (Chile) hasta llegar a Allen.

Confió que cuando era muy chico fue abandonado por sus padres, que vinieron a trabajar a Argentina, y él quedó al cuidado de los abuelos.

A los 7 años, un primo abusó de él, dato que posteriormente confirmaron sus padres a la Justicia.

Tuvo muchos problemas de conducta y peleas. Con 14 años, integró una pandilla compuesta por unos 200 pibes. “No eran chorros, pero eran amigos de asesino”, reveló ante los profesionales.

Consumió marihuana, cocaína e inhaló pegamento y nafta.

En su relato, destacó películas que lo influenciaron en su juventud, como Chucky, el muñeco maldito, de donde adoptó su apodo, y El silencio de los inocentes, cuyo personaje principal, Hannibal Lecter (interpretado por Anthony Hopkins), era un psicópata que practicaba el canibalismo.

“La inteligencia del chabón que mataba gente y nadie se daba cuenta de eso. La manera elevada con que se mueve esa gente”, dijo Barrientos a los profesionales, que advirtieron de inmediato su fascinación por el doctor Lecter.

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En su adolescencia, tuvo un acercamiento a la demonología y fue así que descubrió a los “íncubos y súcubos”.

Estos son demonios de la edad media europea que buscaban tener relaciones sexuales con humanos. Dicha experiencia se producía durante el sueño de las víctimas. Esto impresionó tanto, que la perito de la querella destacó en su hipótesis criminológica: “Se advierte que su accionar criminal bien pudo estar originado en una identificación masiva de estilo psicopático con el personaje mitológico demoníaco, de esta forma pergeñó en su fantasía omnipotente el accionar criminal a llevar a cabo, por lo que preparó el escenario mentalmente y lo ejecuto entrando por el ventiluz del cuarto de la víctima, de quien ya se sentía fuertemente atraído, con ideación fija, y finalmente asesinó a la adolescente –al igual que los demonios de sus fantasías”, reza el informe.

Los íncubos tuvieron su mutación a lo largo del tiempo y alrededor del planeta instalándose en el folclore popular y en la mitología de distintas regiones.

En la provincia chilena de Chiloé se lo conoce como Trauco y es representado por un enano sin pies que seduce jóvenes que atraviesan la pubertad.

La Junta Médica, finalmente, lo terminó diagnosticando como psicópata.

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Condena al Chucky

Lo cierto es que la Junta Médica no encontró nada que indicara que el Chucky Barrientos era inimputable, como pretendió la defensa.

“Quedó acreditado por la pericia médico, psicológica y psiquiátrica que, al momento del hecho, Velásquez pudo comprender la criminalidad del acto y de sus acciones”, dejaron claro los jueces Pablo Repetto, Guillermo Baquero Lazcano y Edgardo Albrieu en la sentencia del 21 diciembre de 2009.

El tribunal entendió que había clara conciencia de su accionar porque Barrientos no quiso estar presente durante las audiencias del juicio y solo lo hizo para la lectura de la sentencia, estando en todo momento con la mirada baja, esquivando a los presentes.

A esto se sumó que el ADN y la huella dieron positivo, además de constatarse heridas cortantes en sus manos.

Los magistrados entendieron que estaba acreditada la alevosía, ya que premeditó su accionar y vigiló los movimientos de la víctima y su familia.

También se dio por acreditado el ensañamiento, ya que la adolescente fue atacada mientras dormía, en total estado de indefensión.

Y explicaron en el fallo: “El hacer sufrir por parte de quien justamente le dicen Chucky alegóricamente, justamente relacionándolo con el muñeco maldito de los films de terror, que se dedica a matar de las formas más alevosas y siniestras, empeñado en destrozar los cuerpos que ataca, así remedando a su personaje buscó hacer sufrir, mató ensañándose. Así acredita la dinámica del hecho y la forma de producción con ensañamiento”. Lo condenaron a prisión perpetua, pena que quedó firme pese a los intentos defensistas.

Para el 2044, el Chucky Barrientos podría volver a estar en libertad.

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