El increíble y alocado show de Charly García en el frustrado regreso de Sui Generis de 1995
Un Charly endemoniado, que terminó invitando una vuelta de champán para el público, compartió escenario con Nito Mestre en Prix D'Ami ante un público azorado.
Fue un miércoles de junio en 1995 y en Buenos Aires hacía un frío combinado con una humedad que perforaba huesos. Nada novedoso. Pero no sería un miércoles cualquiera, de cualquier semana de cualquier junio en Buenos Aires. Esa noche, anunciado de imprevisto, tocaba Charly García. Pero lo que se anunciaba no era simplemente un concierto de Charly, era algo más groso, porque estaría acompañado por Nito Mestre. Veinte años después de los dos históricos Luna Park, del Adiós Sui Generis, el dúo volvía a tocar. Era la reunión de Sui Generis y no había plan mejor. Y algo más: sería gratis.
El llamado de un amigo al trabajo, un rato antes de las cuatro de la tarde, fue el detonante:
-¿Vamos a ver a Charly esta noche? Reúne a Sui Generis y te hago pasar sin pagar.
El “sí, acepto” salió más rápido que el de un novio ansioso en el altar. Aunque había una condición para que el ingreso fuese limpito, una mentira piadosa: “Cuando llegues a la puerta -explicó-, decí que estás en la lista de invitados, que sos el novio de Elena Gauna. Estate un poco antes de las 10 (de la noche)”.
Por una cuestión de horario de salida laboral, estar en la puerta era apurar el viaje -en taxi- desde el porteño barrio de Constitución al de Belgrano, casi cruzar buena parte de la Capital para llegar a esa puerta, la del boliche Prix D’Ami, en Monroe entre Cabildo y Obligado. Prix D’Ami se había convertido en un reducto del rock and pop de los 90. Había empezado a fines de la década anterior, buscando refinar la especie de ese tipo de locales que había dominado Cemento –de Omar Chabán- o, más undergroun aún, El Teatro de los Arlequines, El Viejo Correo o La Esquina del Sol. Pero los noventosos tiempos de la pizza con champán elevaron a un lugar consagratorio a ese boliche con escenario, que podía pasar del pub a la disco, alternando con un improvisado -o no- show en vivo. Todo dependía del día de la semana. Y los más impensados (un martes o un miércoles) podían ser muy provechosos para disfrutar muy de cerca, como nunca, a las figuras del under-rock y también a algunos próceres masivos.
-Hola. Soy el novio de Elena Gauna, estoy en la lista.
Las manos no salían de los bolsillos de la campera, porque el frío era importante. También la adrenalina por el acontecimiento por venir convertía la situación en especial. El patovica, o el portero con tamaño de hombre de seguridad, iba y venía con su lapicera recorriendo la lista de arriba hacia abajo, como el profesor que está por llamar dar a una lección. Y nada.
-Fijate bien: tiene que decir “Elena Gauna y novio”. Elena ya está adentro, me está esperando…
Pero Elena Gauna no estaba anotada en aquel papel. Ya eran más de las diez, casi media hora tratando de ser alguien que no era y no pudiendo. Por suerte, Charly y Nito todavía no habían salido a escena. Faltaba un rato más. Sacar la mano del bolsillo para pagar la entrada dolió menos por el frío que por comprobar que se escapaban los últimos pesos de la noche. Se iban en ese ticket mientras la otra parte ya se había ido en el pago del taxi. En aquella Buenos Aires de los 90 -y en la de ahora- no convenía salir a trabajar con más plata que la necesaria. Conclusión: ya no alcanzaría para matizar la velada con algún trago en la famosa barra de Prix D’Ami una vez que terminara el recital de Sui Generis.
El calorcito del interior del boliche abrigó la fresca que hacía afuera aunque la sangre se volvió hielo con una mujer que, copa en mano, dijo convencida:
-Hola, soy Pamela, ¿vos sos el novio de Elena, no?
-Ehhh…
-¿Vos no sos el novio –interrogó con firmeza- de Elena Gowland?
¿Gowland? ¡Gowland! Claro, todo se aclaraba a la velocidad del enunciado de un apellido bien escuchado. Las comunicaciones telefónicas suelen distorsionar algunos diálogos y, de acuerdo a aquella lista de invitados, el novio de Elena Gowland nunca asistió a Prix D’Ami. En cambio sí fue el novio de Elena Gauna, que no estaba entre los invitados, que pagó la entrada como uno más y que nada tenía que ver con esa señora que se llamaba Pamela, que de apellido también era Gowland y que, después de soltar una carcajada, dijo: “¿Cómo estás? Soy la esposa de Nito Mestre”.
Charly y Nito subieron al escenario orillando las 11 de la noche, con una horita de demora. Nito y Charly, en realidad, según el orden de aparición. Pero con el correr de los minutos, todo sería lo mismo. En realidad, todo daría lo mismo. Con fidelidad religiosa, el público cantó, siguió el juego. Con poco afecto a ese brillante repertorio, desde arriba del escenario volvió cualquier cosa. Desafinación, olvidos de letras, notas a destiempo, comentarios en el medio de una canción que ni siquiera en un ensayo se entenderían: en un ensayo, al menos, tendrían que ver con la canción a tocar. En ese show nada tuvo que ver con nada.
Aquella noche tenía la épica de haberse subido al tren fantasma con el mismísimo Charly García oficiando de motorman. La colección de temas, que conmovían por su recuerdo, taladraban el oído y picaneaban el alma. Tampoco se trataba de esperar oír a una sinfónica, sino, simplemente, de un poco de afinación, de algo de buena voluntad. Al menos, que los dueños de esas melodías que entonces ya habían cautivado y formado a un par de generaciones mostraran empatía por su público y algo del mismo cariño que éste le brindaba a cada canción. Pero nada encajaba, ni siquiera había un final. Charly empalmó con su repertorio solista, casi como relleno, dejando a Nito relegado en su rol de voz líder de Sui Generis.
El bicolor estaba decididamente endemoniado, como pocas de las tantas veces en las que se lo vio así en público. Saltaba del teclado a la guitarra y volvía al piano, sin importar si algo no quedaba en pie a su paso. De sentarse en un banquito, a hacerlo en la base de la batería y, directamente, en el suelo. O acostado, también. Todo muy de entrecasa. Si alguna vez “los pesados del rock”, esos que, según Charly, llevaban “un montón de equipaje en la mano”, habían calificado a Sui Generis de “blandos”, esa noche en Prix D’Ami todo fue heavy.
Sin embargo, hubo un punto en el que semejante desquicio permitió abrir la puerta (romperla, para ser metafóricamente más precisos) de un Charly íntimo, realmente íntimo. Fue verlo en carne viva, ahí nomás, a un par de metros y con cada vez más espacios alrededor en la pista: mirar absorto el escenario no permitió reparar en que el boliche se había ido vaciando. El recital ya había terminado aunque nadie había escrito el punto final porque García no se iba. Pero el iluminador sí y quedaron encendidos algunos focos en un show que ya era en blanco y negro. Rinaldo Rafanelli (bajista), Oscar Moro (baterista), el propio Nito Mestre, entraban cada tanto para aportar algo de lo suyo, mientras Charly tocaba con la locura de un internado al que los médicos no interrumpen sólo para saber hasta dónde es capaz de llegar.
Y Charly es capaz de cualquier cosa. De las mejores genialidades y de las actitudes más insólitas y demenciales. A falta de un final que no llegaba y ya con la madrugada avanzada, a Nito le agarró sueño porque subió por última vez al escenario pero no para cantar sino a llevarse su guitarra acústica, la misma que con un grito a tiempo un rato antes había salvado de que García la rompiera contra el suelo en uno de sus tantos arrebatos de Pete Townshend. El “chau, ‘ta luego”, levantando una mano mientras con la otra sujetaba la guitarra, fue de lo más tierno de la noche. ¿Charly? En su mundo, tocando algo, sentado en el piso, con la cabeza clavada en su propia guitarra.
Había que irse pero cada vez que parecía que ése sería el momento, García volvía y de los cracks siempre se espera algo más. Aunque nunca eso que pasó cuando el amanecer de esa noche agitada quedaba más cerca. No más de 40 personas en la pista viendo la última de Drácula cuando el Conde preguntó, aferrado a su viola y hablándole al micrófono frontal: “¿Tienen sed?”. Los más audaces dijeron que sí enseguida, los más tímidos quedaron expectantes. “Bueno -se oyó la inconfundible voz nasal y raspada-, una vuelta de champán para todos”. Las miradas fueron derecho para el barman que atendía la barra. Algunos salieron disparados a reclamar su copa, otros, como uno que se habían gastado la plata en el taxi y en la entrada, no lo hicieron quizá temiendo que la cuenta a pagar llegase bajo un lógico argumento: “Desde cuánto el artista invita una copa de champán a sus seguidores”. Pero el bicolor volvió a vociferar desde su púlpito: “Vamos, una copa de champán para todos, ¿qué, no hay más? Invito yo”.
El último sorbo de la única copa en casi seis horas de un impensado y maratónico show marcó el final. Ya no había nada más para hacer. Lejos había quedado la primera y, al cabo, premonitoria canción de la noche: "Cuando ya me empiece a quedar solo". El escenario estaba vacío, tal vez Charly pensaba en volver pero -con piadosa prudencia- Prix D’Ami encendió todas las luces del salón. Fue el punto final. Con las monedas justas para el colectivo y el sabor a champán en la boca, la noche terminaba tan bizarra como empezó. De lo que se perdió el novio de Elena Gowland…
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